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Juan José Domínguez

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Economía

lunes, 21 de marzo de 2011

Memorias de un ladrón científico (II)

Un ladrón científico. Así se define Jordi Rabanall, un catalán que nos cuenta desde fuera de Catalunya sus peripecias infantiles y muchas más cosas. En la primera entrega de sus recuerdos de niñez, Jordi nos contaba cómo vivieron en Hospitalet la muerte de Franco, y cómo comprendió desde pequeño que debía de mantenerse lejos de los bedeles de su colegio. ¿Por qué? Porque eran peligrosos. Y algo similar, por motivos que explica en esta segunda parte, le ocurre con... los taxistas. Esperamos que nuestros amigos taxistas nos lo perdonen.


Por JORDI RABANALL
Colaborador espontáneo

Con los taxistas ocurría y ocurre –creo- lo mismo: vamos, del mismo pelaje: son los principales confidentes de la “secreta”. De hecho, cuando la policía quiere indagar sobre un asunto, sea político o económico, sobre todo si ha sucedido por la noche, siempre aparece un conductor de alquiler dispuesto a soplar a cambio de un ”Gracias, ¡no sabes cuánto vale lo que nos has contado!”. Y aunque no sirva de nada la información, el taxista se va tan contento a trabajar doce horas más con la conciencia tranquila y la idea de actuar como un buen ciudadano. Estos chóferes son idiotas a sueldo y además treinta años después escuchan La Cope, lo cual demuestra que no han cambiado, sino que van a más. O, quizá, al igual que muchos bedeles, los taxistas son ex policías que, como se jubilan a los cincuenta o cincuenta y cinco años, depende los años dedicados al Estado, añoran los tiempos de delatores, a la vez que quitan miles de puestos de trabajo y suman unos cuantos euros a la jubilación. Ahora entiende uno eso de “Eres más vago que la chaqueta de un guardia”.

Desde que cumplí siete años, edad en que a uno lo obligaban a acudir a misa de mala gana y cuando los curas intentan manosear a los zagales antes de darte la primera hostia consagrada, o sea, la Comunión, siempre me he dedicado a engañar, sabotear y robar a los ricos y al clero, a la policía, a sus chivatos, a los que se creían ricos por regentar una tienda de comestibles y sin embargo eran más tontos que Pichote, a los pijos, a los maestros indeseables, a los jefes de mis variados trabajos, a sus empresas, y, en definitiva, a todos los que han intentado aprovecharse de mi esfuerzo físico o mental. Como decía Bakunin: “La tierra para el que la trabaja”.

Para conseguirlo he tenido que leer, leer y leer, pues en la ciencia y el conocimiento, o sea, en el método científico, se halla el secreto de que no te pillen y puedas sobrevivir al sistema capitalista que divide al mundo en cazaplusvalías y sus mercenarios, unos pocos, y los que las generan y producen para ellos: el resto de la humanidad.

El primer atraco sonado contra las clases parasitarias lo cometí trabajando de monaguillo un 31 de junio de 1975, en la parroquia del barrio, durante la misa dominical. Cuando entonces, me pareció un trofeo fabuloso, pero ahora pienso que fui generoso con el botín: que yo sepa, el trabajo infantil estaba prohibido. ¡Vaya con los curas! ¡Explotadores! El robo lo planifiqué a conciencia antes de las vacaciones, como un profesional; eso sí, con la ayuda de Charles Dickens, de cuyos libros estudié las artimañas, vericuetos y la picaresca de los niños pobres de sus novelas. Nunca podré agradecerle al escritor inglés cuánta Gramática Parda aprendí de él.

Lo primero consistía en apuntarse de monaguillo y que “don Simón”, el cura, te eligiera a ti. Porque, de normal, se presentaban cinco o seis candidatos, cuyo objetivo, como el mío, estribaba en meter la mano en el cepillo y asegurarte a finales de junio un buen verano de helados y chocolatinas. Lo convencí fácilmente; tan sólo bastó con mi presencia: como gozaba de prestigio en el manejo y hurto de bicicletas en las sesiones eucarísticas, para él suponía un triunfo presentarme ante Dios y los feligreses como un discípulo que ha encontrado la buena senda. Así de sencillo.

A las doce tañeron las campanas de la mano de Adolfo, experto en putas de La Coruña. Faltaba una hora para que la vecindad acudiera a escuchar las proclamas incendiarias y las inimaginables mentiras del párroco, como “¡El diablo está entre nosotros! ¡Qué Dios se apiade de nosotros! ¿Quién duda de la omnipresencia del Señor?" A mí me entraba la risa floja escuchando a Simón; pero sobre todo me cabreaba, por cuanto los niños de Angola se morían de hambre y Dios no hacía nada por ellos.

Como se puede constatar, si existe un grupo de farsantes notorios, ese es el clero. Aunque reconozco que me llevaba bien con ellos; seguramente porque también robaban, aunque por razones bien distintas a las mías.

Enseguida comprobé que necesitaba un compinche para que el hurto saliese perfecto. Así que, aprovechándome de mi sapiencia dickensiana, organicé el robo con todo detalle y caminé hasta la casa de Alberto, el otro monaguillo. Sabía que le gustaba María, una compañera de clase, pero como era medio gilipollas y padecía alalia, le propuse que si me ayudaba intercedería por él para conseguirle una cita con ella. Aceptó a la primera, el muy lelo.

Me llevaba mal con él. Pacato y pusilánime, siempre lo había considerado un niño bien o finolis, como decíamos entonces, o sea un hijo de papa, y que, además, se dedicaba a presumir porque su padre era abogado y vestía ropas de marca cuyo símbolo era un lagarto. ¡Menudo capullo! Todo el día luciendo animales en las camisetas y cuando veía uno de verdad se rilaba de miedo. Los pijos son así. Y encima se creen las mentiras de los que ellos consideran inferiores. Pues entones, un modo de diferenciar quién tenía más categoría social radicaba en pisar con las zapatillas sobre un camino de polvo, y el que hollara más marca, se suponía que ocupaba un rango superior entre la chavalería. Los hijos de los banqueros, comerciantes o los del Opus Dei siempre dejaban más huella que nosotros, pues calzaban deportivas de origen alemán; los hijos de los obreros, como llevábamos alpargatas, lo más que conseguíamos era imitar la pisada de una vaca.

Bajo la amenaza de que si no cumplía lo pactado le cortaría la picha y luego le metería una lagartija por el culo, Alberto accedió cimbrando de miedo.

Recuerdo que media hora antes de la misa el cielo parecía el océano Atlántico y el río Llobregat rebosaba de caudal y alegría, dado que aquel año había nevado incluso en Barcelona. Y ya se sabe: año de nieves, años de bienes; o lo que es lo mismo: más dinero en las billeteras de los feligreses.

Le expliqué a mi compinche que él se situaría a la derecha del altar y yo a la izquierda, con lo cual me tocaba a mí pasar la cesta y luego posarla sobre una mesa de madera ubicada bajo el ventanuco de la sacristía. Disponía de seis segundos para desplumar el cepillo. En el supuesto caso de que el cura o las beatas que se sentaban junto a la puerta de la vicaría mostrasen la más mínima intención de asomarse o entrar, él me alertaría dándole un puntapié a la campanilla que se toca poco antes de que el sacerdote beba un exquisito trago de vino dulce e inicie el reparto de hostias a diestro y siniestro.

Durante la celebración del culto Alberto temblaba, pero yo sabía que apañaría un buen botín: un duro por permanecer una hora de pie escuchando las bondades de Dios más la recaudación del impuesto infantil.

Al pasar el cepillo comenzó a sonar una orquesta de monedas que la iglesia en vez de un templo sagrado parecía el centro financiero de Wall Street. A mi me daba igual; yo sólo esperaba el momento de meter entre los calzoncillos los dos billetes de quinientas que habían metido Mario, el comerciante, y Seisdedos, un banquero del Opus Dei.

Le birlé a la Iglesia católica mil cuatrocientas veintitrés pesetas. Con todo, aquellas pesetillas me sirvieron para comprar un flash de fotos y hacer acopio de un extraordinario arsenal de petardos y cohetes artificiales que perturbaron la siesta de los niños bien durante el período estival.


3 comentarios: on "Memorias de un ladrón científico (II)"

Padre Angel Kakustarra dijo...

¡Ay pillin pillin! Que nos hemos quedado con tu cara y sabemos donde vives.

Sonia Etxenike dijo...

Ja,ja,ja,ja. Estupendo relato que de imaginación tiene poco. Bien escrito e ingenioso.
¿Cómo puedo leer el primero?
Gracias

Maria Jose dijo...

Existen Maderas en La Coruña que son obtenidas con la consciencia puesta el medio ambiente.