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Juan José Domínguez

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Economía

lunes, 14 de marzo de 2011

Memorias de un ladrón científico (I)

Un ladrón científico. Así se define Jordi Rabanall, nueva firma en La Txistorra Digital, un catalán que nos cuenta desde fuera de Catalunya sus peripecias infantiles y muchas más cosas. Son recuerdos de niñez y juventud que, promete, nos llevarán a aventuras que les resultarán familiares a nuestros lectores de treinta y muchos o cuarenta y pocos años. Sus recuerdos empiezan a ser contados hoy. Bienvenido, Jordi.


Por JORDI RABANALL
Colaborador espontáneo

Los recuerdos catalanes de mi niñez, allá por los años setenta, vuelan a la velocidad de Internet y se alborotan en mi cabeza llena de emociones chispeantes, provocándome una excitación inefable de alegría y sana nostalgia. Me cuesta poner orden mental en aquel estruendo infantil de pantalones cortos, morenos de playa y flotadores con dibujos de elefantes, con la algazara mestiza de la calle y los mercadillos, con la música de Joan Manuel Serrat y Peret, cuyas notas alegres salían de los transistores apoyados en los alféizares de las ventanas de Hospitalet de Llobregat. En Barcelona, yo pensaba que vivíamos como en una fiesta de orquesta yeyé y mujeres tetudas que gritaban desde los balcones a los críos, al pescadero o a los “grises”, muy aficionados éstos a repartir candela si los vecinos protestaban contra Franco o su puta madre.

También me acuerdo del carrilet y las golondrinas, que eran pequeños barcos para turistas, de normal rubias y con las piernas alargadas como las patas de una cigüeña. Y aunque ahora si lo sé, cuando entonces me preguntaba por qué todas las extranjeras eran rubias y se les veía media braga y media teta, lo cual era el divertimento favorito de la chavalería mientras correteábamos por la barcaza que navegaba bulliciosa en dirección al puerto.

De aquella, para mí todas las calles catalanas tenían el mismo nombre: Rambla de la Marina, Rambla de tal o cual. Daba lo mismo. En todas se celebraba “el entierro de la sardina” y las hogueras de San Juan. ¡Menudas verbenas! Con petardos (de pólvora) y coca (de la de comer, claro). Barcelona reventaba de vida. Barcelona olía a Mediterráneo. Barcelona fue mi primera escuela en todos los sentidos: allí nació mi espíritu libertario que, con el tiempo, me convertiría en un ladrón científico.

Como he dicho, me vienen a la cabeza cientos de recuerdos, algunos de un modo difuminados por las imágenes; de hecho, no sería capaz de distinguir el rostro de Carmen Arderéu, mi primera y querida maestra, del de Guipi, el vigilante de la atronadora obra que nos martirizaba a los escolares del colegio Juan XXIII con un ruido que hubiera resucitado a Cristo bendito, sin necesidad de que Dios se lo llevase al otro mundo como así narran en los cuentos de religión.

Sí puedo notar, sin embargo, aún la fuerza con la que lancé sobre la cabeza de Guipi un ladrillo desde tres metros de altura. Sangraba a mansalva y gritaba: "¡Cabrones, cabrones!”. El muy bellaco me había tirado con saña de las orejas el día anterior por cantar “Franco, Franco tiene el culo blanco, y su mujer, lo lava con Ariel”. O sea, aparte de fascista, maltrataba a los niños.

Yo sólo levantaba un metro del suelo y de política no comprendía nada, pero sí sabía que el dictador era malo y muy cabrón, pues por su culpa me dolieron los oídos tres días seguidos. Por eso, no lo niego, sentí con delectación una enorme alegría cuando murió el caudillo encasquillado entre decenas de cables y luces rutilantes como las de la Feria de Abril.

Además, como nos dieron una semana de fiesta en la escuela, lo celebramos como si nos hubieran regalado un Scalextric, que para los hijos de los obreros de los años setenta un Scalextric equivalía a un viaje a la luna; o sea, una ilusión metafísica de primero de E.G.B. Los Reyes Magos sólo se acordaban de llevarles el juego de las carreras de coches a los niños finolis. A los hijos de los que trabajaban en las fábricas nos obsequiaban con un balón de fútbol. ¡No te jode, vaya morro! Lo recuerdo perfectamente. Por eso dejé de creer en los monarcas de oriente, y, la verdad, en todos los que llevasen una hojalata de puntas encima de la cabeza, incluido el Borbón, que, para colmo, lo coronó Franco por la gracia de su dedo asesino. Precisamente, por tanta injusticia social, por muy niño que uno fuera, entendía el júbilo y el gozo por la muerte del perro de El Ferrol.

La gente del barrio cantaba “Voló, voló, Carrero voló, por fin su sueño cumplió, iuup”. ¡Qué más queríamos! En otros sitios no lo sé, pero en Barcelona, salvo los “grises”, los fachas y la secreta, los mayores se pusieron muy contentos y el 20 de noviembre de 1975 Cataluña lució un cielo azul de una belleza comparable a la de María del Mar Bonet. Mi vecino Agustí, al verme tan alegre ese día, me dijo:

- Jordi, si hoy abres el grifo, en vez de agua sale cava.

Mi madre, muerta de miedo, como yo gritaba a voz en grito “Franco ha muerto, Franco ha muerto”, me suplicó:
-Jordi, no digas eso – estaba muerta de miedo; y con razón, claro.

Me sentí orgulloso por mi primera acción directa contra el franquismo y el maltrato de menores. ¡Menuda alimaña, aquel Guipi. Sólo faltó que me hubieran concedido el premio UNICEF en defensa de la infancia.

Nunca más vi a Guipi y aprendí una lección de oro aquel noviembre lluvioso de 1975: cuanto más lejos camines de los vigilantes y de la policía, mejor (a los del orden les gusta sacudir con la porra y tirar de pistola). Y a mí los que pegaban me daban asco y miedo.

En mi colegio se aprendía mucho, sobre todo en las actividades extraescolares. Durante dos años me dediqué a lograr las calificaciones más largas en la cartilla de notas: en un curso pase de insuficiente a muy deficiente, y en comportamiento, de mal a muy mal. Todo un logro oceánico: la libreta de puntuaciones cambió de color azul mediterráneo a transmutarse en el mar Rojo. Fui el número uno de la clase.

En los primeros cursos de la E.G.B estudié sin reparo ni descanso; en especial, para distinguir las lecturas válidas de las que sólo servían para convertirnos en un rebaño ovino bien adiestrado.

También me aficioné a las películas de aventureros del mar, “La isla del tesoro” y “La isla misteriosa”, que veíamos en sesión doble en los cines Lumière de Bellvitge, mi barrio de Hospitalet. Reconozco que la pantalla gigante me aportó un valioso conocimiento respecto a las tácticas de engaño y despiste que usaban los piratas para recuperar los tesoros que ingleses, franceses y españoles habían expoliado a los indios de América. La del despiste funcionaba muy bien. De este modo, cuando el bedel de mi colegio me quitaba el balón de fútbol porque en aquel momento se aburría y se le antojaba fastidiarme, bastaba con esperar diez minutos y luego acudir corriendo a él y decirle:

-Mariano, Mariano, unos niños intentan saltar la valla.
- ¿Qué valla? –preguntaba asustado.
- La que da a las ventanas del cuarto de profesores.

El muy estúpido salía renqueando a la velocidad de un sapo y así yo rescataba la pelota. Al día siguiente, con cara de complicidad, le preguntaba:
- Cogiste a los de la valla.
- Casi.

De la mayoría de los bedeles convenía cuidarse mucho. No sólo de los que vigilaban colegios, sino cualquier oficina, fábrica o lugar que cumplan funciones de vigilancia y control. Pues a pesar de ocupar el último escalafón social del edificio que guardan les sobra tiempo para informar a la dirección de todo cuanto acontece en derredor. Siempre andan al acecho: son unos chivatos y carecen de escrúpulos a la hora de informar si con ello logran que el director, el jefe o el encargado, de normal tipos chulos, enchufados y lameculos, les des una palmada en la espalda mientras silenciosamente se tiran un pedo en la cara del chivato. Y éste, tan contento; en fin, además de explotado, imbécil.

Continuará...

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