Casi todos los miembros de su familia han pasado tiempo en la cárcel y todos (salvo algunos de los niños) tienen cicatrices de tiros y palizas propinadas por el ejército israelí cuando los desalojaban para demoler su casa. Una de las mujeres guarda los papeles de Médicos del Mundo que certifican los dos abortos que tuvo debido a la ansiedad, y la abuela tiene encasquetada bajo la piel del brazo una bala que cuando se remanga se aprecia perfectamente. A pesar de no quedarles gran cosa, me han acogido siempre como a una más de la familia, me trajeron hierbas de sus cultivos cuando supieron que andaba con problemas de estómago la última vez y juntos hemos repasado muchas veces la situación: hemos discutido, nos hemos reído de todo e incluso nos hemos aguantado las lágrimas juntos cuando me contaban alguna de sus historias. Por todo ello, son de las personas a las que más cariño guardo de toda Palestina.
Pregunto a mis compañeros de oficina qué pasa: “¿No te has enterado? ¡Los bulldozers van camino de la casa de los Jaber para demolerla! Los activistas del Equipo Cristiano por la Paz han salido ya para allí.” La noticia me provoca un vacío tal en el estómago que me deja sin palabras. ¡Qué diferente se ve y se siente todo cuando es a un amigo al que van a dejar en la calle, y no un desconocido que aparece en el periódico! Reacciono antes de que me invada la angustia y la rabia y le pido a mi compañero el teléfono de los activistas, para juntarme con ellos cuanto antes. Les llamo y responde una mujer llamada Bárbara, quien me explica que han visto llegar a los bulldozers pero han comprobado que no han venido a destrozar la casa, sino las cisternas y tuberías de los alrededores que les abastecen de agua. Le digo que enseguida salgo para allí. Siento un alivio espontáneo al saber que conservarán su casa, pero luego me doy cuenta de la situación: La familia Jaber se queda sin agua.
Sin agua para beber, sin agua para la vida diaria del hogar, sin agua para regar los pocos campos que les quedan... ¿Para qué les sirve entonces conservar la casa? ¡Qué consuelo tan estúpido! Con eso juega el gobierno israelí. Quizá no bombardeen directamente la casa, como en Gaza, y maten a la gente o les dejen directamente en la calle con lo puesto. Pero eliminan las fuentes de ingresos, los accesos, las libertades, las posibilidades de ganarse honradamente la vida y las esperanzas. Y además lo hacen poco a poco, a modo de tortura lenta con ataques imprevisibles que mantienen viva la angustia; y en silencio, para que nadie lo sepa ni pueda acudir en su ayuda.
La primera vez que los visité, Yaudi Jaber, el hermano mayor, me explicaba cómo se sentía, y sus palabras resultan bastante gráficas: “Soy padre de familia y no tengo nada que ofrecer a mis hijos. Querrán un día salir de aquí y estudiar, conocer a una mujer, casarse, pero yo no puedo ofrecerles nada de eso. Estoy atado de pies y manos. Mis hijos me preguntan: ¿qué hemos hecho mal para que nos suceda esto? Y yo no tengo una respuesta que darles.” La segunda vez que visité Palestina y pasé tiempo junto a ellos, Yaudi se sintió con más confianza para decirme a las claras: “Estoy ya muerto, mi vida no tiene ni esperanza ni sentido. ¿Qué me impide ir a ese checkpoint de enfrente y volarme en pedazos? No puedo hacer nada por mis hijos en vida, así que no me llevaré nada conmigo si muero. ¿Qué tengo que perder?”
Tras una hora de trayecto llego a la casa. Allá se encuentra Bárbara con una compañera, compartiendo café con las mujeres de la casa. Jeff Halper estaba con ellas hasta hacía unos minutos, pero ha salido corriendo hacia los bulldozers a pedirles explicaciones y ha sido detenido.
Inciso: Jeff Halper es un conocido activista israelí de origen estadounidense de 63 años, coordinador la ONG Comité Israelí Contra la Demolición de Casas. Se ha encadenado en multitud de ocasiones a casas que iban a demoler, se ha interpuesto en el camino de la maquinaria que construía el muro, ha liderado manifestaciones en contra de la ocupación y fue nominado al nobel de la paz en 2006 (aparece en la wikipedia, por si queréis saber más de él.) Yo tuve la suerte de entrevistarle hace dos meses y se puede decir que es un judío con un par.
Como no veo a los tres hermanos en la casa, pregunto por los hombres y me dicen que han subido a un alto para observar desde allí el trabajo de los bulldozers. Me reconocen desde lejos cuando me acerco, y con una sonrisa me dan la mano y me dicen: “¿Pero dónde te habías metido todo este tiempo?” Antes de hablar sobre ninguna otra cosa me preguntan por mi familia y me ofrecen un te de la jarra que se han llevado con ellos desde casa. Soy yo la que saca el tema: “¿Qué pasa ahí abajo?” Me explican que los bulldozers están destruyendo los pozos que construyeron para recoger agua de lluvia. Ya en la primera visita que les hice, allá por mayo del año pasado, me contaron que, cuando su área se volvió zona C y les fue negado todo servicio público, se tragaron su orgullo y fueron al asentamiento para pedir a los colonos acceso al agua, necesaria para sus vidas y sus cultivos, a cambio de pagarles por ella el doble de su precio. Obtuvieron por toda respuesta una seca negativa. La circunstancia se vuelve más irónica al conocer que, de los dos manantiales subterráneos naturales que existen en Cisjordania, sólo el 20% de su agua se destina a los palestinos. El resto se reserva para los asentamientos y la población de Tel Aviv u otras ciudades judías. De esta forma, el agua de los palestinos les es robada y después les es negada.
Durante un tiempo, la familia Jaber abrió túneles y robó parte del agua destinada al asentamiento, pues no les quedaba más remedio. Después construyeron, con la ayuda de algunas ONG, un par de cisternas de 16 metros de largo y 8 de profundidad para almacenar agua de lluvia e irrigarla a sus plantaciones de su familia y de otras que viven en el mismo valle y sufren de los mismos problemas, medios de vida que ahora los bulldozers convertían en escombros. Un periodista palestino ha aparecido en la escena y nos ha comentado que las pérdidas materiales (tuberías e instalaciones), más las pérdidas que se producirán al perder la temporada de cultivo (ya no lloverá más hasta dentro de tres o cuatro meses), podrían ascender a cerca de un millón de dólares. La familia nunca podrá reconstruirlo todo sola, necesitará ayuda exterior. También nos cuenta que dos palestinos, un chaval y su madre, han sido arrestados. Bueno, en verdad sólo ha sido arrestada la madre, porque al hijo le han sacudido una paliza tal cuando intentaba parar los bulldozer que lo han mandado directo al hospital. La madre ha sido arrestada cuando tiraba piedras a los soldados intentando defender a su hijo. La pena mínima por tirar piedras a los soldados es de varios meses de cárcel.
Mientras esperábamos más novedades, la mujer de Atta, sin decir nada, ha preparado comida para todos: tortilla de queso, verduras que horas antes estaban plantadas en la huerta, patatas fritas y pan de pita. “¿Alguien tiene sed? ¿Queréis un poco de agua? ¡Por agua que no sea!” Bromea Atta. Y de postre, unas ricas moras del árbol a la sombra del cual estamos comiendo. Basta con alargar el brazo para coger unas cuantas.
Con la sobremesa llega el tema de discusión de siempre: “Está bien que la gente en Europa salga a manifestarse contra el ataque a Gaza, y lo apreciamos”, dice Yaser. “Pero ¿qué pasa con nosotros, los que sufrimos poco a poco?” Le intento explicar que los medios no están interesados en estas “pequeñas” cosas, por lo que la gente de a pie de otros países nunca llega a enterarse. Aún así, le prometo que aportaré mi granito de arena escribiendo sobre su familia en todas partes donde me dejen.
Atta, que sigue la conversación tratando de mantener el buen humor, me dice que “si lo escribes, no lo escribas en mi nombre si no en nombre de todos los agricultores del valle de la Bakaa, escribe que necesitamos todo el apoyo y la presión posible para recuperar el agua para beber y para que no nos echen de aquí”. Yaudi, sin duda el más sensible de los tres, no puede esconder su tristeza. Aunque intenta sonreír cuando me habla, el brillo acuoso en sus ojillos azules, rodeados de profundas arrugas morenas tostadas por el sol, delatan su estado de ánimo real cuando me dice: “De una forma u otra lo reconstruiremos todo.”
Atta recibe una llamada a su móvil: han soltado a Jeff Halper, por lo que coge su coche y va a recogerlo de la comisaría. Al volver, Halper decide irse ya para Jerusalén y, como le pilla de camino dejarme en uno de los check points de Belén, decido ir con él. Un activista palestino se nos une, puesto que también va para Jerusalén.
Durante el viaje converso con Jeff, y le pregunto qué supone para él ser arrestado. Me explica que cuando arrestan a un israelí, lo que suceda después depende de si se presentan cargos contra él o no. Si se presentan cargos, puede que tenga que pagar una multa y, irónicamente, “prestar dos semanas de servicios a la comunidad.” Jeff me dice que hay un tope de sentencias que pueden resolverse con dos semanas de servicios a la comunidad; lo siguiente es la cárcel “¡y yo debo de andar cerca de romper el récord!” Jeff Halper es bastante conocido en Israel por lo que, cuando le detienen, el hecho suele tener eco en los medios israelíes. Al igual que Yaudi, Halper es consciente de que el mayor problema de estos sucesos es que se llevan a cabo en silencio y nadie se entera. “Por eso, dice, siempre que sé de un caso de estos vengo corriendo y me hago arrestar, es mi forma real de prestar servicio a la comunidad.”
Llegamos al primer checkpoint de Belén. La soldado de turno nos pide los documentos de identidad. Al de Jeff y a mi pasaporte no les presta demasiada atención; sin embargo, el carné de nuestro acompañante palestino residente en Israel se lo llevan a la cabina para meter su nombre al ordenador. Esperamos dentro del coche. De pronto, Jeff se exaspera, aprieta la bocina y empieza a decirle cosas en hebreo que yo no entiendo a la soldado, aunque por la cara que pone, no le está haciendo ninguna gracia lo que oye. Cuando dejamos atrás el checkpoint le pregunto qué le ha dicho. Me responde: “Le he preguntado a ver si son estas las facilidades de circulación para los árabes que le prometimos a Obama.”
Cruzo el monstruoso check point de Gilo, pegado al muro, a la vez que lo hacen los afortunados trabajadores que disponen de un permiso para trabajar al otro lado del muro y que vuelven de su jornada laboral. Llego a casa y pienso que, después de todo el día sin aparecer por la ONG, mañana tendré el doble de trabajo, así que será un día tranquilo de oficina. Pero luego pienso… ¿Quién sabe qué pasará mañana?
1 comentarios: on "Desde Palestina: "Por agua, ¡que no sea!""
impresionante una vez más el relato de vuestra corresponsal, con algo ademas que no cuenta el resto.
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